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Si nada cambia, todo continúa igual. La Educación Social y sus ausencias en el ámbito penitenciario

Autoría:

Víctor M. Martín Solbes, Eduardo S. Vila Merino. Universidad de Málaga

Resumen

Las personas que vivimos en sociedad, de una manera u otra, asumimos el cumplimiento de unas normas establecidas socialmente; el incumplimiento de estas normas lleva consigo una serie de castigos sociales que, actualmente, se traducen en el internamiento en centros penitenciarios. De este modo, las Instituciones Penitenciarias nacen y se mantienen vigentes a través de un discurso jurídico y legal que, en los últimos tiempos, se vincula con una serie de planteamientos emanados de ciencias humanas, tales como la psicología, la criminología o la sociología, que intentan fundirse con planteamientos educativos instrumentalizados, ya que se fundamentan en el castigo y el aislamiento social.

“… se condena al criminal y no a la máquina que lo fabrica.
Así se exonera de responsabilidad a un orden social que arroja
cada vez más gente a las calles y a las cárceles, y que genera
cada vez más desesperanza y desesperación. Pero los discursos
oficiales invocan la ley como si la ley rigiera igual para todos”.

                                               Eduardo Galeano (1999) 

Introducción

A la hora de reflexionar sobre los acontecimientos que se desarrollan en prisión, es necesario hacerlo de lo que en ella acontece analizando conceptos instalados en la sociedad como pueden ser, delitos, víctimas o victimarios y, con el concepto de educación y sus planteamientos, más o menos próximos al mundo social. En cualquier caso, parece evidente que desde los poderes existe la intencionalidad de que las prisiones sean instrumentos de poder, físicos e ideológicos, aunque no por ello, dejan de constituirse en instituciones en las que debemos descubrir las claves desde las que explícita o implícitamente educan.

Foucault (2000), nos recuerda que las prisiones, como instituciones sociales destinadas al cumplimiento de penas privativas de libertad, son de creación relativamente reciente, señalando el inicio de una nueva época que culmina con la formación e institucionalización del sistema carcelario en el año 1840, coincidiendo con la apertura de la Colonia de Mettray, en la que se establecen las relaciones de poder que sustentan las formas de castigo. Recordemos que es en estos tiempos cuando se universalizan las libertades a la vez que las sociedades se van disciplinando, convirtiendo a las personas en seres dóciles y útiles para una estructura social capitalista que está construyéndose y que ha llegado a nuestros días a través de procedimientos destinados a vigilar a las personas presas, pero también a la población en general, a través de la denominada prevención general. En cualquier caso, a partir de estos momentos, se consideró la pena privativa de libertad como la manera más adecuada de ejecutar el castigo social ya que, con el desarrollo de la sociedad industrial, al tiempo humano se le reconoce un valor económico, lo que lleva a considerar la equivalencia entre el daño causado y un tiempo determinado de aislamiento (Fuente, 2007). 

Es a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando surge la prisión moderna que pretende aglutinar los principios de una organización formal, racional y burocrática con una política social vinculada al Estado de Bienestar, es decir, trata de sumar, por un lado, los objetivos del control social y, por otro, actuaciones sociales y los derechos de la población penitenciaria. De este modo, la Institución Penitenciaria cumple

“la función de castigar las conductas que atentan contra el orden social y en ellas se proyectan las demandas de seguridad de la ciudadanía. Pero al mismo tiempo, debe conseguir la rehabilitación de los castigados porque los derechos humanos son un principio cultural y político de nuestra sociedad y por eso, en teoría al menos, una mayoría social considera imprescindible esta misión”(Fuente, 2007: 288-289).

Todo esto, en un contexto social en el que se utiliza partidistamente las políticas de seguridad y la alarma social que colocan al otro, al desconocido y distinto, en el ojo del huracán y de las desconfianzas.

Nuestra actual legislación establece que “las penas privativas de libertad se orientarán hacia la reeducación y reinserción social” (artículo 25.2 de la Constitución Española), sin embargo, creemos que las prácticas penitenciarias reflejan  una visión educativa cuestionable, ya que, no cabe ninguna duda, que educan, pero debemos preguntarnos, qué, cómo y para qué educan (Valderrama, 2013); este planteamiento tiene un trasfondo ideológico y ético que orienta nuestro posicionamiento en torno a las acciones educativas en prisión y que se fundamentan en la importancia que tiene que las personas sin voz tomen la palabra y decidan su futuro.

A esto añadimos el hecho, constatado desde estudios como los señalados, de que el tratamiento socioeducativo en prisión no constituye en la práctica una prioridad en el sistema penitenciario, sino que estas prácticas se acaban convirtiendo a menudo, y gracias a la dedicación y empeño de los y las profesionales relacionados, generalmente educadoras y educadores penitenciarios, en un conjunto de actividades de adaptación y resocialización de las personas internadas, por lo que podemos entender el escepticismo que existe sobre las posibilidades reales de la intervención educativa en las prisiones en condiciones como las actuales, sin que ello anule los aspectos positivos que tienen estas actividades respecto a menguar los efectos negativos de la estancia en la cárcel y la posibilidad que se le puede ofrecer a la población internada de huir de patrones de conductas asociales y superar trayectorias vitales marcadas por la violencia.

En cualquier caso, quizás debemos plantearnos, por qué educar, para qué educar, qué sentido tiene educar en las prisiones; y en esta reflexión, los conceptos, actitudes, valores y hasta la propia ideología pueden sufrir desequilibrios, ya que estamos hablando de un medio aislado de la vida en libertad, muy jerarquizado, donde los procesos de socialización son evidentemente primigenios, donde la sumisión y la obediencia per se, se valorizan, y donde cualquier actuación queda desprovista de una actitud crítica.

Sin olvidar, por otro lado, que la vida en el medio penitenciario se caracteriza por desarrollarse en un marco institucional y arquitectónico que conduce la vida de las personas internadas a través de una serie de condicionantes, como son (Martín, 2006):

  • La enorme importancia que en el marco de la política penitenciaria tienen los aspectos regimentales de orden, disciplina y seguridad, frente a cualquier programa educativo que pretenda estimular a las personas internadas. Así, por encima de cualquier actividad educativa existen unas normas que impiden o facilitan su realización. 
  • La voracidad del medio penitenciario, como medio institucional cerrado, y las dificultades existentes para motivar a la participación educativa y cultural desde un medio hostil. 
  • El mermado nivel educativo y cultural de los internados. 
  • La escasez de ofertas educativas y socioculturales. 
  • La alta movilidad de la población interna, ya sea por traslados a otros centros penitenciarios o por motivos de libertad. 
  • La carencia de recursos económicos, técnicos y humanos. 
  • La evidente falta de libertad, que es la nota más característica del medio penitenciario.

1. La educación social en centros penitenciarios. Un poco de historia

Las acciones socioeducativas en las prisiones tienen una dilatada historia, aunque en los primeros momentos estaban en la base filosófica de documentos  legislativos, más que en la propia práctica; así, el primer antecedente histórico lo encontramos en el Real Decreto de 5 de mayo de 1913, referido a la Administración Penitenciaria, que en su artículo 102.7 expresa como funciones de los trabajadores penitenciarios “instruir y educar a los reclusos en el cumplimiento de sus deberes, procurando llegar al conocimiento individual de todos ellos”, además debe “conocer las relaciones de los internos, las personas que los visitan y todos cuantos datos puedan ser indicadores de su conducta en cualquier momento en el que se intente investigar”. Posteriormente, el artículo 107 expresa que “los trabajadores deben llevar un cuaderno de hojas desglosables en el que irán anotando las observaciones que hagan respecto al comportamiento de los penados, encargándose de conocer la índole y circunstancias de los individuos a su cargo, así como aprovechar su disposición en beneficio de su enmienda, como para corregir sus vicios y evacuar con conocimiento, los informes que les piden sus superiores, así como instruir a todos los individuos de su sección en el cumplimiento de sus deberes, cooperando con sus consejos, ejemplos de enseñanza a su necesaria reforma”. Estas funciones no se alejan mucho de las de observación y tratamiento, expresadas posteriormente en los diversos reglamentos penitenciarios, coincidiendo en sus connotaciones, creemos que perversas, que vinculan los procesos educativos a formas de control, culpabilizando a la persona presa y sistematizando formas de corrección, obviando cuestiones vinculadas con la pobreza o la exclusión que, en demasiadas ocasiones, mucho tienen que ver con los incorporaciones de las personas a los centros penitenciarios (Martín, 2006).

Posteriormente, mediado el siglo XX, diversos saberes técnicos, como la sociología, la psicología o la pedagogía, se incorporan al ámbito penitenciario y, de estas incorporaciones emana la figura de educadora y educador social penitenciario, que en los primeros tiempos cumplía funciones de colaboración con técnicos, como psicólogos y psicólogas, juristas o pedagogos y pedagogas, en el desarrollo de actividades denominadas pedagógico-correccionales. A partir de la Ley Orgánica 1/1979 General Penitenciaria y los Reglamentos de 1981 y 1996, el educador social penitenciario deja de ser colaborador para convertirse en integrante de pleno derecho de los Equipos Técnicos de Observación y Tratamiento.

Así, del estudio de la reglamentación antes citada, podemos apreciar que son funciones del educador y educadora penitenciario, atender al grupo de internos que tiene asignado, practicar la observación directa sobre ellos, constituir carpetas-dossier de cada interno, organizar y controlar actividades, asistir a las reuniones a las que sea convocado, formar parte de los Equipos Técnicos y de la Junta de Tratamiento, y como miembro de estos Equipos, informar de los aspectos conductuales y sobre la evolución de las personas internadas a efectos de clasificación, salidas de permiso, salidas a actividades programadas, ocupación formativa y ocupación laboral. De estas funciones emanan un abanico de tareas, como son el contacto personal con las personas presas, la dinamización de la vida del centro penitenciario a través de la denominada Animación Sociocultural Penitenciaria o trabajar en la mediación social y educativa entre los internados y la Institución, colaborando en la organización del tiempo libre de las personas presas con acciones educativas. 

De este modo, el educador o educadora social se convierte en un agente reflexivo que no puede separarse de la creencia de que es un agente ético, cuyas decisiones pedagógicas y juicios educativos deben desplegarse sobre la base de una estructura ética general (Bárcena, 1994). Asimismo, es un mediador social, que debe conocer los momentos significativos de la vida de los internos, trabajando la zona de desarrollo próximo (Vigotsky, 2000), en ámbitos socioculturales, deportivos, anímicos, de ocio, etc., y todo esto desde una perspectiva educativa, introduciendo la educación moral, entendida como la construcción de la personalidad de las personas (Puig, 1996: 261), en el trabajo diario. Por consiguiente, debe asumir su posición de mediador social y de educador comunitario, grupal e institucional, que debe ser capaz de conformar colectivos para la educación, dinamizando y activando lo educativo y lo cultural (Ortega, 2001: 20 y ss.), procurando el bienestar de las personas con las que trabaja a través del diálogo, potenciando las habilidades sociales y convivenciales.

En cualquier caso, desde la educación social no debemos renunciar a estar cerca de los intereses de las personas con las que trabajamos y, más que atenderles, debemos contar con ellos. Se trata de “dar la palabra, hacer hablar, dejar hablar, transmitir la lengua común para que en ella cada uno pronuncie su propia palabra” (Larrosa, 2001: 428). Además, coincidimos con Fuente (2007: 293) en que hay

“un gran campo de actuación para los profesionales de la intervención social y educativa no sólo apoyando y dirigiendo las iniciativas en torno a la institución penitenciaria, sino también dando una información y una visión alternativa sobre la delincuencia a la que habitualmente se propaga por los medios de comunicación”.

 2. El sentido social de la educación en el tratamiento penitenciario

Nuestras sociedades se han nutrido de mecanismos para hacer cumplir una pena de prisión a aquellas personas o colectivos que incumplen las normas sociales establecidas, aunque yendo más allá de la simple separación social, para incardinar este tiempo de encierro con actividades relacionadas con procesos educativos y de inserción social; así, y como ya hemos visto, el artículo 25.2 de la Constitución Española establece que “las penas privativas de libertad se orientarán hacia la reeducación y reinserción social”. Desde luego, no estamos de acuerdo con la denominación de reeducación y reinserción social, debido a la visión pedagógica que defendemos, pero parece claro que el precepto constitucional pretende dotar al sistema penitenciario de unos recursos más allá del simple encierro y castigo social, sobre todo, a partir de la década de los años sesenta del siglo XX, cuando se incorporan al sistema penitenciario, ciencias humanas, como la psicología, la sociología o la pedagogía. En cualquier caso, las instituciones penitenciarias nacen, se desarrollan y se sostienen a través de un discurso jurídico, legal y punitivo que se fundamentan en lo punitivo, instrumentalizando los procesos educativos hacia el mantenimiento de un estatus quo inalterable y de una paz social que dificultan el desarrollo de las personas y sus posicionamientos críticos (Valderrama, 2010), por lo que creemos que las prácticas penitenciarias, a través del denominado tratamiento penitenciario, revelan una visión educativa cuestionable, ya que educan, pero quizás lo hagan en torno a una concienciación del poder y de una normalización social, que creemos excluyente y no conducen a la persona a su desarrollo personal, fin de cualquier proceso educativo. Además, parece evidente que las acciones educativas, que buscan el desarrollo de las personas, no son una prioridad en las prisiones, sino que existe una visión educativa basada en el desarrollo de un conjunto de actividades de adaptación y resocialización de las personas presas, aunque claro está, no dejamos de apreciar este trabajo, por lo que aporta en la disminución de los efectos negativos que la estancia en prisión produce en estas personas. 

Sea como fuere, creemos que el denominado tratamiento penitenciario, mantiene una estructura de poder que garantiza un orden social, disciplinando y normalizando a las personas presas a través de un discurso basado en castigos y recompensas, poco adecuado desde una visión educativa y que, ideológicamente sustenta el sistema penitenciario a través de acciones correctivas e injustas, ya que es de sobra sabido que las personas mejor cualificadas, pueden tener unas bases más favorables para el tratamiento penitenciario resocializador, lo que supone una instrumentalización de los procesos educativos en el seno del tratamiento penitenciario, que condena una y otra vez al más débil, desprotegido y excluido. Además, no podemos olvidar que la normalidad en los centros penitenciarios viene dada por los procesos de privación de libertad, la jerarquía, el desequilibrio de poderes y los procesos de socialización primigenios basados en la obediencia y la sumisión, donde las relaciones de autoridad están totalmente descompensadas y no tiene espacio ninguna actitud crítica; cuestiones éstas muy alejadas de realidades comprometidas con el desarrollo de las personas, con ciertas connotaciones éticas, con la consecución de los derechos humanos y con el reconocimiento de las personas, cuestiones básicas para la implementación de procesos educativos. Y es que, toda institución educa, también la institución penitenciaria, más allá de toda actividad de tratamiento, educan los sonidos, los silencios, las rutinas, las posiciones de poder, las posiciones de saber, las percepciones, las actitudes, las barreras arquitectónicas y, la población penitenciaria, creemos que se educa más por estas circunstancias que por las intervenciones pretendidamente educativas que se abordan en el seno de los centros penitenciarios. De este modo, parece claro que existe una estructura organizativa en el interior de los centros penitenciarios, a la que denominamos tratamiento penitenciario, que más allá de sustentarse en procesos educativos y en el trato a las personas, se basa en relaciones de poder que dejan bien claro las posiciones que cada persona ocupa en la institución.

Debemos recordar que, a veces, las relaciones educativas se constituyen a través de relaciones de dominación, en las que los fines educativos vienen determinados por parámetros relacionados con una sociedad clasista al servicio de los mercados financieros; en estos casos, el pretendido educador, domina al educando intentando perpetuar la sociedad jerarquizada, usando mecanismos de selección (Esteve, 2009), a menudo usados en el tratamiento penitenciario; sin embargo, existen otros modos de establecer las relaciones educativas, basadas en la acción para la transformación social, que busca la equidad y la formación en valores, que implica reconocer el acto educativo como agente de cambio y progreso social. De este modo, no podemos concebir las acciones educativas como neutras, carentes de compromiso social y político, sino que las concebimos como una construcción humana, donde no existan opresores y oprimidos, donde existan relaciones horizontales entre educador y educando, articulados a través de un continuo proceso de liberación y diálogo, que culmine con una revolución cultural y política, basada en procesos de concientización, de aproximación de conciencias (Freire, 1970, 1990, 1993, 1997).

En cualquier caso, creemos necesario reflexionar sobre el camino que es necesario recorrer para no conformarnos con la resolución de los aspectos técnicos, para llegar a aspectos prácticos y reflexivos a través del intercambio y la participación social. Asimismo, es necesario ir más allá de la concepción educativa como proceso terapéutico, que concibe al educando como un enfermo al que hay que diagnosticar a través de procedimientos estandarizados, para llegar a un concepto de educación basado en el reconocimiento de las personas como seres dignos y merecedores de respeto y reconocimiento. Sin olvidar la necesidad de superar un mal endémico en nuestras sociedades y también en nuestras prisiones, como es la superación de concebir los procesos educativos como procesos asistencialistas, en los que, quien tiene el poder y el saber, dona desde su superior posición, lo que cree conveniente para que otros subsistan o se eduquen; esta perspectiva asistencialista viene determinada por un enfoque terapéutico y clínico de la conducta de las personas.

Además, existen ciertas situaciones alegales que, emanadas de las costumbres, tradiciones y rutinas de la institución penitenciaria, son interpretadas como normas a cumplir, tanto por los trabajadores y trabajadoras como por las personas presas y que toman cuerpo en situaciones de más o menos flexibilidad en las interpretaciones y vivencias y, que poco tienen que ver con el necesario enfoque social, transformador e inclusivo, fundamentado en procesos de reconstrucción ciudadana (Martín, 2012).

3. Algunos obstáculos para el desarrollo de la educación social en medios penitenciarios

Decíamos que uno de los mandatos constitucionales hacia la Institución Penitenciaria es la reinserción social de las personas presas, que preferimos llamar inclusión. Es claro que para que se produzcan procesos de inclusión, es necesario trabajar con las personas presas en un medio emocionalmente positivo y de relaciones normalizadas, en el que se trabaje un proyecto de vida y en el que la persona se sienta útil y miembro del grupo social. Parece evidente que es necesario que la persona presa se incluya en el tejido social, educativo, laboral, económico, del grupo en el que quiere incluirse; sin embargo, pesa sobre él un estigma social de exrecluso, que le impide desarrollar su vida, lo que le obliga a que realice los actos que se esperan de él, de exdelincuente, esto es, volver a delinquir, lo que lleva a las personas a un bucle continuo con difícil salida.

Además, a menudo, los procesos de inclusión se toman no como el derecho de una persona a integrarse en el tejido social y laboral, sino como una política social que admite la exclusión, y que promueve y reproduce lo que dice combatir (Martín, 2009), abordando las consecuencias de un mal funcionamiento social que ha generado la exclusión, pero no se abordan las causas estructurales que las han generado (Vila, 2006). 

En cualquier caso, existen una serie de condicionamientos que dificultan el desarrollo de las personas presas para incluirse como ciudadanos, que autores como Del Pozo y Añaños (2013), Gil (2010 y 2013), Gilles y Sallé (2013), Martín, Vila y de Oña (2013) y Valderrama (2013), sintetizan en:

  • La concepción general y omnicomprensiva de la cárcel como espacio de castigo, lo que genera un esquema organizativo dominado por lo punitivo que resta credibilidad a los planteamientos alternativos, lo que dificulta la creación de espacios educativos en el sentido más amplio. 
  • La falta de trabajo, ocupación positiva y programas adecuados, endurecen las condiciones de vida, tanto de las personas presas como de los trabajadores, lo que implica que la inactividad y, en consecuencia, el deterioro personal, mayores niveles de violencia, pérdida de destrezas y habilidades, tanto para el trabajo como para las relaciones sociales, sea lo que domine. 
  • La seguridad y el control son los principios que dominan la vida en la cárcel, por lo que el aparato regimental toma el protagonismo penitenciario y subyuga las prácticas de los programas tratamentales y educativos a formas científicas de control.       
  • La educación, en sentido amplio, no es una prioridad y pese a que se recoge como derecho básico de las personas presas, en el mejor de los casos, es utilizada como exhibición para mejorar la imagen social del encierro. 
  • La organización penitenciaria está sumamente burocratizada ya que se centra en acumular datos que, en la mayoría de los casos, no sirven o no son utilizados y, en desarrollar prácticas profesionales individualizantes que, en todo caso, siempre permiten determinar responsabilidades. En consecuencia, a nivel de profesionales no existe una cultura de trabajo en equipo, no se programa y, mucho menos, se evalúa. Mientras que a nivel de las personas presas, la alta movilidad a la que están sometidos les infunde una perspectiva de transitoriedad en el centro, que condiciona todas las actividades que puedan iniciar. 
  • La participación de las personas presas en la vida de la cárcel es prácticamente nula o anecdótica. Desde la organización penitenciaria se les concibe como sujetos pasivos y carentes de derechos en la mayoría de los casos. En consecuencia, las actividades que se organizan suelen responder prioritariamente a intereses de mantenimiento del propio centro y no a las necesidades formativas de los internados. 
  • La terapeutización e instrumentalización, desde una visión psicológica y clínica, de los procesos educativos y de la noción de acompañamiento educativo que, sin duda, daña las emociones y perturba perversamente el sentido último de la educación. 
  • El carácter asistencialista de la práctica educativa, centrada en cuantificar intervenciones, sin tener demasiado en cuenta a las personas y sus relaciones.

Además, no debemos olvidarnos de los efectos negativos que tienen las cárceles sobre las personas, que podemos sintetizar en Ayuso (2001), Martín (2009), Ríos y Cabrera (2002), y Valverde (1991):

  • La regimentación de la vida, que desresponsabiliza y desocializa a las personas. 
  • Las tensiones y conflictos relacionados con la subcultura jerárquica entre personas internadas y la necesidad de adaptación a las normas. 
  • Las secuelas físicas y psicológicas, que llevan a menudo al consumo de sustancias tóxicas. 
  • La socialización en un contexto de ‘naturalización’ de la delincuencia. 
  • La asidua vulneración de derechos humanos. 
  • La masificación, la falta de espacios para contar con una mínima intimidad. 
  • La imposición de una convivencia forzada, sin que exista una separación adecuada durante las veinticuatro horas del día. 
  • Las deficientes condiciones higiénico-sanitarias y alimenticias. 
  • La falta de recursos materiales y organizativos para trabajar o realizar actividades, así como la falta de unas mínimas condiciones para el estudio y para la reflexión. 
  • La presión del grupo. 
  • La falta de conocimiento e interés, por parte de la institución, para mejorar las condiciones personales, familiares y sociales de cada persona presa. 
  • La inactividad y la falta de ocupación positiva del tiempo en prisión. 
  • La falta de motivación institucional para desarrollar procesos que sean de interés personal y no tanto de utilidad para el propio centro. 
  • La aplicación restrictiva en los mecanismos para las concesiones de permisos y progresiones de grado. 
  • Las acciones educativas no son, en la práctica, una prioridad, sino que, a menudo, se convierten en un conjunto de actividades de adaptación de las personas presas. 

Por su parte, Baratta (1993), señala que la prisión pretende normalizar como delitos, acciones que son conflictos sociales, como son la desigualdad o la pobreza, construyendo mecanismos que dificultan el reconocimiento de las personas, promocionando el desarraigo y la desvinculación familiar, que se apoya en lo que Clemmer (1940),  denominó prisionización. 

Lo que parece ineludible es que las prisiones forman parte del componente sancionador de nuestras sociedades y el objetivo, quizás debamos fijarlo, en hacer de ellas espacios educativos reduciendo así las condiciones negativas de la vida carcelaria y aumentando las posibilidades de inclusión social o, al menos, de respeto a una vida digna de las personas encarceladas, minimizando, por tanto, las visiones e intervenciones clínicas y psicológicas del actual modelo, para pasar a un modelo pedagógico, educativo y social, en el que la persona presa se desarrolle.

4. Los profesionales de la Educación Social en Instituciones Penitenciarias. Una cuestión sin resolver

El acceso al puesto de trabajo de educador y educadora social en centros penitenciarios tiene un recorrido que es necesario analizar. Históricamente, ante la inexistencia de educadores y educadoras sociales titulados para ocupar este puesto de trabajo, ya que no existía la titulación académica de educación social, el acceso a este puesto de trabajo se realizaba desde la figura del funcionario de vigilancia que acreditaba una titulación del ámbito de las ciencias humanas, preferentemente pedagogía, psicología, sociología o derecho y, tras la realización de un curso de capacitación, el funcionario de vigilancia optaba a trabajar como educador en los centros penitenciarios. Esta forma de acceso continúa hoy en día en todo el territorio estatal, a pesar de haberse implantado hace más de una década la Diplomatura de Educación Social y, actualmente contamos con el Grado en Educación Social; por lo tanto, mantener esta forma de acceso al puesto de educador y educadora social nos parece interesada y sustentada en la posible contaminación que puede significar haber trabajado en el área de vigilancia y no estar titulado en educación social sino en cualquier otra área de conocimiento, hace que se desprestigie y desprofesionalice la educación social en instituciones penitenciarias; además, creemos que bajo la apariencia de que educa mejor quien ha vigilado, se oculta la intención de que es mejor que se continúe vigilando, aunque sea bajo el paraguas de la educación social. Y no porque los educadores y educadoras que acceden de la manera expuesta y, sin sentido, bajo nuestro punto de vista, no pongan la mejor de sus voluntades en realizar correctamente su trabajo, sino porque para que exista profesión es necesario que se den una serie de características, entre las que cabe destacar, mantener un proceso formativo compartido por toda la profesión (Sáez, 2003).

Con la puesta en marcha de la Diplomatura en Educación Social y, posteriormente, del Grado en Educación Social, parece imprescindible e ineludible que el acceso a este puesto de trabajo, se realice desde el Grado en Educación Social, y no desde cualquier otra relacionada con las ciencias humanas, tal y como sigue ocurriendo. Esta peculiar, antigua e injusta forma de acceso, hace que el educador o educadora no se valore a sí mismo, no sea valorado por las personas con las que trabaja, ni por sus compañeros de trabajo y, menos aún, por la Institución Penitenciaria, que ve en ellos a un colectivo desprestigiado, vulnerable y diana para cualquier tarea que se necesite. Esto hace que los profesionales se sientan desanimados y más vinculados con la implementación de tareas burocráticas y tecnócratas en detrimento de las propias de la profesión, esto es, la acción socioeducativa con las personas con las que trabaja. En cualquier caso, si la Institución Penitenciaria mantiene esta forma de acceso, a pesar de contar con miles de titulados en Educación Social, que pueden optar al puesto, quizás sea porque le interesa que la implementación de las posibles acciones socioeducativas estén contaminadas y sólo dependan de la buena voluntad más que de la profesionalidad, por lo que nos parece urgente cambiar esta forma de acceso y reclamar a la Administración Penitenciaria un necesario viraje en sus políticas de personal y que opten por la contratación de titulados y tituladas en Educación Social.

5. Algunas reflexiones finales

Creemos que es necesario transcender el concepto de educación en el ámbito penitenciario, concebida como un dispositivo de control y disciplina (Scarfó y Aued, 2013), para llegar a un concepto más vinculado con los derechos humanos, el derecho a la educación de todas las personas y la responsabilidad social y ciudadana. De este modo, los procesos educativos en prisión tienen sentido si a través de ellos, las personas presas toman conciencia de ciudadanía, de una ciudadanía plena a través de acciones convivenciales y pacíficas en sus relaciones con los demás, aunque es una realidad que los centros penitenciarios suponen escenarios problemáticos para implementar procesos educativos porque, como decíamos, son centros destinados al castigo y al aislamiento social. En cualquier caso, al referirnos a estos procesos educativos, vamos más allá de los denominados procesos de escolarización, ya que nos referimos a una acción pedagógica vinculada con el desarrollo integral de las personas, aunque se encuentren privados de libertad, y que tienen que ver con los modos en que se educan, conviven y se responsabilizan. Quizás la clave esté en aprovechar los recursos y los impulsos que la institución penitenciaria genera para el mantenimiento de un clima social, en el que el orden, las disciplinas y el poder están muy claros y asumidos por todos, y ser capaz de virar estas concepciones hacia el desarrollo de las personas presas, educando para la libertad y la consecución de los derechos humanos.

En este marco conceptual, la educación social se presenta como referente aglutinador de miradas políticas, pedagógicas, éticas e institucionales que pueden posibilitar la implementación de las responsabilidades cívicas y el reconocimiento de los derechos culturales para todas las personas e identidades, también para las personas presas.

De este modo y siguiendo a Valderrama (2010), parece evidente que existen posibilidades que nos permiten trabajar una cultura de desarrollo de la ciudadanía en las prisiones y que podemos sintetizar en:

  • El tiempo de encierro puede convertirse en un tiempo post-penitenciario, donde, desde el punto de vista social, las intervenciones puedan ser más eficaces, ya que en nuestras prisiones se concentra una población significativa, con carencias educativas, formativas y laborales. 
  • Existe, en la mayoría de las personas presas, evidentes necesidades formativas de carácter básico que, junto con la buena disposición que suelen mostrar a los programas educativos actuales, deberían hacer que la institución penitenciaria centrara su objetivo en hacer que la cárcel sea un espacio educativo en sentido amplio. 
  • El tratamiento penitenciario debería insertarse en un enfoque de dinamización sociocultural del medio y no a la inversa. Del mismo modo, este tratamiento debe vehicularse a través de procesos educativos. 
  • Existen, en el Reglamento Penitenciario, estructuras de participación, como las comisiones de personas presas que, aunque normalmente no funcionan, pueden ser el punto de partida para trabajar la cultura de la participación activa y responsable. La participación, como aprendizaje, es un gran reto en la institución penitenciaria.

También creemos necesario alejarse de la visión que entiende los procesos educativos, como procesos terapeutizadores y únicamente dirigidos a la transformación de la persona que ha cometido un delito, de este modo estos procesos sirven para legitimar las penas de encierro, aceptando acríticamente las desigualdades sociales y justificando el sistema social vigente. La educación en las cárceles no puede centrase en la instrumentalización del conocimiento, ni en procesos de asimilación a un medio social injusto, en su teoría y en su práctica, que genera nuevamente el bucle del delito (Valderrama y Martín, 2011). Esta visión reduccionista de la educación sirve para mantener la calma social entre muros y para mejorar la imagen de las cárceles, pero sigue convirtiendo a las personas presas en enfermos que consumen recetas con las que reconstruyen sus vidas, que los individualizan en su destino olvidando las situaciones sociales de exclusión y pobreza que han generado el delito.

Muy al contrario, pensamos que el trabajo educativo en las prisiones, debe ser políticamente activo desde el compromiso social y personal, no olvidando, como última reflexión que nos debe hacer conscientes de las dificultades ya señaladas y, al mismo tiempo, nos debe llevar a una acción educadora lo más significativa posible en busca de la libertad de las personas presas, lo que afirma Adorno (1998: 140), “una democracia exige personas emancipadas. No es posible representarse una democracia realizada sino como una sociedad de emancipados”, algo obvio, pero olvidado demasiado frecuentemente en el contexto penitenciario.

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción del artículo: 30/10/2015
Fecha de aceptación del artículo: 07/01/2016