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La ética en la práctica cotidiana del ejercicio profesional

Autoría:

Jesús Vilar. Diplomado en Magisterio y licenciado en Pedagogía. Profesor de Pedagogía Social en las Escuelas Universitarias de Trabajo Social y Educación Social Pere Tarrés (URL).

Resumen

Este artículo parte de la idea de que uno de los retos fundamentales para el futuro de la educación social es el trabajo en el campo de la deontología. En el ámbito de la reflexión sobre la ética profesional, se plantea la necesidad de construir un sistema que ponga las bases para la acción-reflexión en una propuesta de ética aplicada, y que permita trasladar el universo abstracto de los valores a la práctica cotidiana de una profesión que tiene una importante carga axiológica y valorativa. A continuación se definen las características y funciones que debería tener esta estructura y, posteriormente, se describe un sistema de niveles de análisis y de guías de referencia que constituyen la base a partir de la cual sistematizar la normalización del uso de la ética profesional en el conjunto de la profesión, tanto para decidir los valores que dan sentido a su función social, como para resolver y gestionar de forma efectiva los posibles conflictos de valor que se dan en las situaciones concretas de la práctica profesional.

Introducción

La educación social ha cerrado un ciclo y se encuentra en un momento clave de su desarrollo en el que hay que plantearse nuevos retos. Como mínimo, se están dando dos circunstancias determinantes que nos permiten hacer esta afirmación (Vilar, 2006; 167): en primer lugar, haber “resuelto” de manera satisfactoria la construcción básica de la propia identidad profesional y haberse hecho un espacio bien definido en el conjunto de las profesiones educativas y sociales; en segundo lugar, encontrarse ante el proceso de convergencia europea, que requerirá un ahondamiento importante en la definición exhaustiva de las competencias profesionales y un nuevo impulso a los aspectos clave de la profesionalización de la actividad.

Así pues, si hasta ahora el reto fundamental era “definirse y hacerse un espacio”, ahora hay que plantearse nuevos horizontes que sirvan para consolidar todo lo que se ha conseguido hasta ahora y profundizar en ello. Desde nuestro punto de vista, los retos actuales se pueden agrupar en tres grandes ejes (Vilar, 2006; 173 y sig.):

  • La consolidación de una identidad profesional adecuada a la complejidad del mundo social actual (límites y posibilidades de la educación social, relaciones con otras profesiones en una cultura de la complejidad y la transprofesionalidad, etc.).
  • La construcción de un sistema deontológico de referencia que defina el posicionamiento moral desde donde se hace frente a la dimensión ética de la profesión.
  • La mejora técnica significativa en el ejercicio de la profesión (es decir, mejorar los procesos de planificación y evaluación de la tarea, desarrollar mecanismos del control del riesgo y concretar los elementos curriculares de la acción educativa).

Efectivamente, se puede afirmar que ya se ha empezado a trabajar en esta dirección, pero también es cierto que el momento actual está poniendo de manifiesto las tensiones entre las diferentes tendencias, sensibilidades y/u orígenes y momentos de los profesionales que se encuentran bajo el paraguas de la educación social, lo que requerirá un esfuerzo importante de homogeneización y “universalización” de la conciencia e identidad profesional para hacer frente con garantías de éxito a los retos que antes se indicaban.

De momento, en este artículo nos centraremos únicamente en el desarrollo de algunas ideas sobre el segundo eje, esto es, la construcción de un sistema deontológico de referencia que defina el posicionamiento moral desde donde se hace frente a la dimensión ética de la profesión.

Ética y profesión

Está de más decir que hoy en día es ampliamente reconocida la importancia y la necesidad de la reflexión deontológica y de los valores en la educación social. Las razones son numerosas pero, de momento, podemos destacar las siguientes:

  • En sentido amplio, la educación siempre busca unas finalidades (teleología) que descansan en valores (axiología), de manera que el debate sobre estos es ineludible y no se puede esconder detrás del discurso tecnológico.
  • Se trata de una profesión que descansa sobre la existencia de desigualdades sociales, por lo que está impregnada de un compromiso político/ideológico más o menos claro y seguramente más definido que en otras profesiones educativas.
  • Se trabaja habitualmente con problemas que requieren definir el posicionamiento valorativo desde el que se les da significado (los problemas no “son”, los interpretamos, los creamos, los matizamos, los ampliamos…). Al tratarse de problemas mal definidos (Sternberg, 1986; 318), la explicación técnica y/o científica de los fenómenos se manifiesta claramente insuficiente.
  • Al trabajar mayoritariamente con personas vulnerables, son necesarias unas actitudes profesionales, una sensibilidad moral (Hansen, 2002; 56) o una sensibilidad y un tacto pedagógico (Van Manen, 1998; 24) que acompañen la capacidad técnica. Educar es crear posibilidades, pero para que esto se dé, primero hay que “creer” en la tarea/función y en las posibilidades de las personas o grupos con los que se está trabajando (Meirieu, 2001; 37). Las “buenas actitudes” no son suficientes para tener éxito, de la misma manera que tampoco lo es la capacitación técnica sin compromiso.
  • Los conflictos de valor son frecuentes en la práctica cotidiana y pueden convertirse en uno de los elementos más poderosos (y también más desconocidos) en el agotamiento profesional, porque alteran la salud moral del profesional (Guisán, 1986; 37).

Por todas estas razones hay un acuerdo claro sobre la necesidad de tener en cuenta la dimensión ética de la profesión, tanto en la formación básica como en la reflexión sobre la práctica de los profesionales. Ahora bien, hoy en día también sabemos que la sensibilidad hacia las cuestiones éticas (la conciencia moral) sin instrumentos para gestionar de forma efectiva las contradicciones, dificultades o dudas que ésta genera puede tener como consecuencia un aumento de la ansiedad y del malestar moral, y como consecuencia, un alejamiento e insensibilización sobre las cuestiones deontológicas. Como ya hemos dicho anteriormente, aceptar la cotidianidad de los valores no implica tener que vivir la profesión en un dilema permanente (Vilar, 2003; 197).

El presente artículo empieza a partir de este punto. ¿Qué pasa cuando la conciencia moral respecto de la profesión está lo bastante “estimulada” pero la reflexión moral está muy alejada/disociada del día a día? ¿Qué contradicciones sufre un profesional cuando es sensible a las cuestiones valorativas, no evita los conflictos éticos pero no dispone de mecanismos para gestionarlos?
Estas dos preguntas nos hacen ver la necesidad de construir un sistema de apoyo para el profesional que haga de vínculo entre la sensibilidad para la reflexión deontológica, el conocimiento conceptual que pueda adquirir y la posibilidad real de usarlo en su práctica diaria. En el momento de construir este sistema, no debemos perder de vista, al menos, las dos consideraciones siguientes:

  • Cualquier dilema presenta siempre una vivencia personal y subjetiva. Ahora bien, un conflicto de valores generado en el terreno profesional no se debe gestionar desde la subjetividad “privada”, sino que hay que resolverlo mediante el uso de mecanismos “públicos” o “colectivos” aportados por la profesión, porque no es un problema personal, aunque haya una vivencia subjetiva. Es decir: un conflicto ético de carácter profesional no se puede gestionar de la misma manera que se gestionaría un conflicto ético de carácter personal (entre otras razones, porque ante un conflicto de valores, además de la propia conciencia hay que recordar que se tienen responsabilidades hacia los usuarios, la entidad contratadora, los otros colegas, la profesión y la sociedad); que haya una vivencia personal y subjetiva no significa que sea un problema “privado-personal” que se tenga que resolver desde el sistema de valores propio.
  • El educador o educadora social no es ni ha de ser un filósofo; es una persona capacitada técnicamente, que tiene sensibilidad moral, que sufre las contradicciones de la profesión, que tiene dudas éticas y que necesita instrumentos que le ayuden a resolverlas. Hay que tener todo esto en cuenta porque el sistema se debe mover en una complejidad ético-filosófica que cualquier profesional pueda seguir. Eso no quita que, como veremos más adelante, será necesario que el profesional tenga una mínima cultura en cuestiones éticas pero el objetivo no es necesariamente “culturizarlo” en el terreno de la deontología y la ética de manera exclusiva (aunque esto puede resultar muy positivo). Dicho con otras palabras: desde la perspectiva de las éticas aplicadas, ni sirve el filósofo desconocedor de la lógica de la profesión ni el profesional experto sin una mínima cultura filosófica. Normalizar la presencia de los valores en la tarea cotidiana de una profesión pasa por mantener un equilibrio entre los lenguajes del saber ético y del saber técnico en una especie de “bilingüismo” (Hortal, 2002; 20).

Así pues, hay que articular un sistema que oriente de forma general en el universo de los valores, que los concrete en las prácticas del día a día de la profesión y que facilite la resolución de las situaciones de conflicto. Las funciones que ha de cumplir este sistema deberían ser:

  • De forma general, ha de servir para “romper” el sentimiento de soledad ante un dilema y traspasar la vivencia subjetiva a un espacio colectivo más fácil de objetivar. Ha de servir para construir estructura, “edificio”, cuerpo, teoría, sistema… entre los diferentes “estratos” que funcionan de manera paralela en la profesión (desde la situación más concreta entre los miembros del equipo hasta el marco más general que representa la profesión), siempre elementos colectivos dentro de una lógica profesional y no desde la subjetividad personal.
  • Desde una perspectiva axiológica y política, ha de servir para definir los principios compartidos de la profesión, indicar sus horizontes morales, el posicionamiento ético desde el cual se interpretará la acción, los valores que orienten el trabajo y por los que se trabajará proactivamente. En este caso, se podría hablar de una beligerancia ideacional, porque se pone el énfasis en la definición de valores que más adelante se podrían concretar en actuaciones específicas (Trilla, 1992; 101).
  • Desde una perspectiva anticipatoria, debería concretar las cuestiones morales o cuestiones éticas de la profesión (Banks, 1997; 26) que han de servir de referencia colectiva para la anticipación de conflictos, al margen de cuáles sean los valores personales de cada miembro que forma parte de esta profesión.
  • Desde una perspectiva de la acción cotidiana, ha de orientar las prácticas educativas de manera que éstas sean lo más consecuentes posible respecto de los principios fijados a partir de la definición de las cuestiones morales. En definitiva, ha de facilitar la realización de buenas prácticas donde, cotidianamente, se vea la concreción de los principios generales que orientan la profesión en un ámbito o un servicio concreto. Un aspecto fundamental que no se ha de perder de vista es la distancia que se produce entre el discurso ético cuando no hay conflictos y las prácticas morales reales que entran en funcionamiento ante los conflictos de valor cuando estos se presentan. Siguiendo la clasificación que Kolhberg hace de los estadios y los niveles morales (1987, 88-89; 1989, 80-81), es frecuente que se produzca un desajuste entre un pensamiento postconvencional cuando no hay dilemas, y una acción preconvencional cuando se está inmerso en un dilema. En la educación social, este es un hecho frecuente que está estrechamente relacionado con el mayor o menor sentimiento de vulnerabilidad, soledad y angustia que experimente el profesional ante un dilema.
  • Desde una perspectiva orientadora, ha de servir para aportar contenidos morales que sirvan de referencia en el momento de tomar decisiones. Tan importante es la forma de la reflexión que se pueda llevar a cabo en función de la calidad y las características de un equipo, como la cantidad de contenidos que están a disposición de este equipo para analizar y plantearse el tratamiento más efectivo de un conflicto de valores.
  • Desde una perspectiva de gestión y resolución de los conflictos de valor, ha de proporcionar un método o un sistema que permita analizar de manera efectiva los dilemas éticos cuando estos se producen y no se han podido prever ni evitar: distinguir los valores en conflicto en una narración, identificar los supuestos que entran en juego en la descripción del conflicto, anticipar las consecuencias o los efectos de las posibles alternativas que se presentan, construir un método de evaluación para el seguimiento de las decisiones que se hayan tomado. Este es uno de los puntos más críticos, porque es donde el profesional percibe realmente si tiene apoyos (en forma de método, de estructuras o de personas) o si está solo con el problema, con la angustia que esto le supone.

Como se puede ver, este sistema ha de ser un instrumento que realmente facilite la conexión entre la reflexión ética y la aplicación de todo este conocimiento en la práctica cotidiana de la educación social. Debe incluir los elementos que permiten ir desde la definición genérica de los valores que le orienten hasta las recomendaciones más específicas que se pueden utilizar en la gestión de dilemas concretos.

La integración sistémica de los distintos niveles de construcción de la profesión

Ahora bien, todos estos elementos que se indicaban anteriormente se encuentran “dispersos” por la amplitud del universo ético de la profesión, de manera que, a menudo, el profesional se encuentra con dificultades al tener que articular reflexiones éticas que corresponden a diferentes estratos que giran en torno a problemáticas de distinta naturaleza. Ya sea por la cultura profesional de la que proviene o por el mayor o menor “entreno” en la reflexión ética, el profesional a veces piensa en clave colectiva amplia (la función social de la profesión, por ejemplo), a veces está inmerso en las particularidades de su servicio o lugar de trabajo (un conflicto de valores concreto), y en otros momentos sus preocupaciones están más dirigidas a las características de las problemáticas específicas de las personas con las que trabaja (la traducción de los grandes principios a las particularidades de un sector concreto de población). También se puede dar que las tres se vayan presentando de manera simultánea, sin demasiado orden. Como se puede ver, no siempre es fácil convivir con estas tipologías de preocupaciones, sobre todo si no se dispone de un sistema para ordenarlas y si se perciben como incompatibles entre ellas (por ejemplo, si pensamos la profesión, nos alejamos del lugar de trabajo y, si pensamos en este lugar de trabajo, quizás perdemos de vista lo que sería más conveniente para el ámbito o sector profesional donde éste esté ubicado).

Para resolver esta cuestión, proponemos construir un sistema que haga de puente y articule la circulación por estos “estratos”, y que, a su vez, pueda responder a los requisitos que se han enumerado anteriormente. Para hacerlo, sugerimos la creación de tres niveles de análisis (Vilar, 2003; 202 y sig.).

Definiremos los niveles de análisis como una estructura organizativa que tiene dos grandes objetivos: en primer lugar, facilitar la conexión de los diferentes estratos de reflexión y producción de conocimiento que configuran el universo ético de la profesión para conseguir la unidad del sistema. En segundo lugar, crear contenido ético y aportar información relevante para la práctica profesional de manera que normalice la presencia de las cuestiones valorativas en el ejercicio cotidiano de la profesión y a su vez facilite adoptar una posición o tomar decisiones ante un hipotético conflicto de valores.

Estos niveles se construyen a partir de cruzar el tipo de discurso que se emplea (ético, técnico e institucional) y la amplitud del sector profesional que queda afectado por este discurso.

En cuanto a la amplitud, utilizaremos los conceptos clásicos de macrosistema, exosistema y microsistema (Bronfenbrenner, 1987; 44) y los asociaremos respectivamente con la reflexión sobre la profesión en su sentido más amplio; en segundo lugar, el sector o ámbito profesional como elemento que influye en la concreción de unas prácticas profesionales y, finalmente, la institución específica donde se desarrolla el trabajo que aporta un conjunto de aspectos favorecedores o inhibidores, según el caso. Partimos del punto de vista de que la práctica profesional ha de integrar los tres elementos.

En cuanto al discurso, planteamos una ordenación que va de la argumentación fundamentalmente ética (los principios y valores) en los niveles más generales de la actividad profesional; en segundo lugar, se concreta en una argumentación ético-técnica en los sectores o ámbitos específicos (incorpora el conocimiento científico y técnico especializado de la práctica profesional), y finalmente acaba con la argumentación ético-técnica-institucional (que añade a los otros dos elementos las construcciones discursivas propias de cada organización).

La combinación de estos dos elementos (la amplitud y el tipo de discurso) da finalmente la estructura de tres niveles de análisis.

El primer nivel de análisis corresponde a la intersección entre la reflexión sobre la profesión en su conjunto y un discurso ético fundamentador de las cuestiones deontológicas. Representa el marco común de partida que define los valores fundamentales de una práctica profesional, así como los principios que regirán su actividad. Se caracteriza por tener un carácter unificador de los diferentes sectores y realidades de una profesión. Desde el punto de vista del discurso, se trata de una argumentación ético-filosófica que define principios y valores, a la luz del contexto histórico, jurídico y cultural de la época en que la profesión está dando respuesta a las necesidades sociales.

En este caso, el objetivo que se persigue es construir una conciencia colectiva de profesión y dotarla de los instrumentos que ayuden a configurarla. Incluye todo lo que hace referencia a la identidad profesional y a la construcción de unos referentes compartidos de carácter ético referidos al sentido y a la definición de la actividad profesional.

El segundo nivel de análisis corresponde a la intersección entre el ámbito o sector profesional entendido como un espacio especializado en que se concreta la actividad profesional con un discurso ético y a la vez técnico, es decir, conocedor de las particularidades del sector específico de intervención. Se define por la voluntad expresa de traducir los elementos deontológicos que se indiquen en el primer nivel a los diferentes sectores, ámbitos y/o realidades profesionales, con la voluntad de generalizar unas prácticas profesionales que sean coherentes con los principios de la profesión, adecuadas a las particularidades de cada sector.

Desde el punto de vista del discurso, hay una combinación de la argumentación ética (en cuanto a los valores) con la argumentación técnica y científica (en cuanto al conocimiento especializado de las particularidades de cada sector o problemática).

Como se puede ver, en este nivel tan importante es la reflexión deontológica como el conocimiento técnico de la especialidad donde es está concretando (características de la población atendida, modelos explicativos de las problemáticas asociadas, tipología de prácticas habituales en aquel sector, organización del sistema de recursos y servicios, marco legal que lo regula, etc.).

En este caso, el objetivo que se persigue es construir una conciencia clara de especialidad y, a su vez, contextualizar los principios generales de la profesión en las prácticas cotidianas de cada sector profesional. La adecuada combinación de estos dos elementos es imprescindible para construir buenas prácticas porque esta expresión, además de criterios de eficacia o eficiencia, necesariamente implica siempre un elemento ético de referencia que contextualice valorativamente los anteriores conceptos.

El tercer nivel de análisis corresponde a la intersección del servicio específico donde se desarrolla el trabajo con los elementos discursivos propios de la lógica de la institución concreta. Se caracteriza por la voluntad de concretar acciones específicas que tengan en cuenta todas las variables circunstanciales del recurso (ideología, titularidad, régimen, ubicación, características del equipo…), con la voluntad de dotarse de instrumentos que permitan construir respuestas a los dilemas reales que se puedan dar en este contexto. A su vez, es el marco específico donde se elabora la experiencia específica que el equipo tenga en relación con los conflictos morales que haya podido sufrir.

Desde el punto de vista del discurso, integra la argumentación ética de la profesión, la argumentación técnica del sector profesional y la argumentación institucional.

En este caso, el objetivo que se persigue es construir una conciencia clara de equipo, estimular la reflexión sobre las propias prácticas morales y elaborar de forma sistemática la experiencia que haya tenido como organización sobre el tratamiento de las cuestiones morales (posicionamiento institucional, conflictos, dilemas…).

Este tercer nivel está muy determinado por la lógica del recurso, que puede ser muy actuador, poco previsor y tener poca producción escrita o, al contrario, ser previsor, planificador y que acabe concretando en textos tanto sus proyectos como el análisis de las posibles dificultades de la práctica cotidiana. Es decir, dependerá mucho de si es un equipo que funciona con criterios de previsibilidad o si funciona de forma adaptativa a las novedades que se va encontrando diariamente (Vilar, 2003; 200).

De forma gráfica, la organización de los tres niveles quedaría de la siguiente manera:

La idea fundamental es que estos tres elementos son complementarios entre sí y se retroalimentan. Efectivamente, habrá momentos en los que será necesario organizar encuentros “de profesión” (por ejemplo, los congresos generales), otras veces se tendrá que facilitar el encuentro de profesionales por ámbitos o sectores profesionales (por ejemplo, seminarios de discusión especializados) y habitualmente se deberá potenciar la existencia de espacios de intercambio y reflexión dentro de los equipos. En cualquier caso, sea cual sea la tendencia “natural” de una persona o un equipo a ubicarse habitualmente en uno u otro nivel de reflexión y producción, hay que trabajar para el desarrollo de los tres y para establecer los vínculos que los articulen de forma adecuada. El sistema sólo funciona si los tres niveles crecen de manera paralela y se retroalimentan entre sí.
El trabajo sistematizado en cada uno de estos tres niveles de análisis ha de servir para generar una serie de materiales que, como decíamos al principio de este artículo, ayuden a tomar decisiones y a tratar posibles conflictos desde una mirada colectiva, no privada. A estos elementos los denominamos guías de referencia.

Las guías de referencia

Las guías de referencia son instrumentos que integran y sintetizan el resultado de las reflexiones que se han ido generando en cada uno de los diferentes niveles de análisis. Recogen las informaciones fundamentales que un profesional o un equipo han de tener en cuenta en el momento de plantearse alguna cuestión referida a los valores. Su función es, precisamente, aportar contenidos que ayuden en la toma de decisiones respecto a las temáticas de carácter ético.

Un debate abierto en el terreno de la deontología profesional es el del nivel de obligatoriedad en el uso de las orientaciones éticas. Evidentemente, algunos de estos instrumentos tienen un carácter más o menos normativo (como el caso de los códigos deontológicos), pero esta normatividad es cualitativamente diferente de la que se puede derivar de un sistema legal. Mientras que en los sistemas normativos que se construyen en el terreno jurídico la obligatoriedad es indiscutible y su incumplimiento implica una sanción, en el terreno moral estamos partiendo de un cierto grado de autoregulación y de autocontrol que busca la excelencia de la profesión. A su vez, manifiesta también la predisposición y la voluntad explícita y gratuita de autolimitarse respecto del poder que da el rol profesional.

Aunque esta distinción puede generar dificultades, creemos que es muy necesario mantenerlas y no “fundir” la dimensión jurídico-legal de carácter heterónomo (y que se orienta hacia el orden social) con la dimensión ética de carácter autónomo (y que se orienta hacia la justicia). Es decir: entre la legalidad y la ilegalidad hay un amplio espectro de posibilidades de acción que el profesional puede escoger libremente, en función de los principios que guíen su percepción de la profesión. Las posiciones morales se desarrollan en el terreno de la alegalidad, por lo que dependen fundamentalmente de la predisposición y capacidad de autoregulación de los profesionales.  Desde este punto de vista, las normas morales son “relativamente” obligatorias (son autoimpuestas) y no están acompañadas necesariamente de sanciones o, al menos, éstas pueden tener un carácter simbólico, cualitativamente distinto de lo que puede ser la sanción como consecuencia de saltarse la ley.

Otra cosa es que el colectivo profesional decida traducir los principios éticos a una estructura normativa, con su consiguiente sistema de sanciones. En este caso, estaríamos hablando nuevamente de un sistema “legal” de cumplimiento obligado (aunque sea en relación con los “buenos comportamientos éticos”) y no tanto de un sistema deontológico en sentido estricto. En este caso, estaríamos hablando de los códigos de conducta o códigos éticos, que son la traducción de los principios éticos orientativos a un sistema regulador de normas, obligaciones y sanciones (de carácter imperativo), que mantienen diferencias cualitativas con los códigos deontológicos (que son orientativos).

Teniendo en cuenta esta cuestión, hemos clasificado las guías de referencia en dos tipologías: las guías orientativas, que son eminentemente deontológicas y están inspiradas en los principios (basadas en la libertad y el sentido del deber moral), y las guías imperativas, que son fundamentalmente jurídicas y se inspiran en la legalidad (basadas en el orden y en el cumplimiento de la ley). Mientras que las primeras quedan en el terreno de la autoregulación y la libre adscripción, las segundas son de cumplimiento obligado y quedan dentro del deber legal. Creemos que los dos tipos de guías son imprescindibles porque a menudo, los profesionales se plantean conflictos de valor que con un buen conocimiento de la ley quedarían directamente descartados. Tal vez el problema que se podría plantear en este tipo de casos es la disconformidad con la ley, lo que llevaría a la objeción de conciencia, pero esto ya sería otro tema.

Finalmente, es conveniente disponer de un servicio externo que oriente y asesore en situaciones en que cualquiera de estos tres niveles se pueda encontrar con una falta de elementos para tomar decisiones. En este caso, hablaríamos de la utilidad de disponer de un comité de ética que pudiera utilizar este conjunto de guías o, si fuera necesario, sustituir la ausencia de alguna de ellas. Respecto de los comités de ética, entendemos que éstos pueden ser internos o externos y que es conveniente entenderlos de forma complementaria. En el primer caso, se trataría de instituciones que han sistematizado su experiencia y conocen además las diferentes guías de referencia de los distintos niveles. Esta proximidad puede ser una ventaja por la agilidad para contextualizar el conflicto y sus posibles respuestas, pero a su vez puede generar problemas de imparcialidad cuando este conflicto afecta muy directamente aspectos esenciales de la institución. En el segundo caso, se trataría de un servicio de apoyo o asesoramiento que substituye la falta de sistematización de la institución. Aquí, la distancia puede evitar los problemas de imparcialidad pero, por el contrario, puede dar respuestas excesivamente alejadas de la lógica de los profesionales que deben encontrar una solución.

En cualquier caso, ni las guías de referencia ni los comités de ética evitarán tomar decisiones, pero sí que contribuirán de manera decisiva al hecho de que los conflictos no se gestionen como si fueran exclusivamente un problema personal. También contribuirán a establecer respuestas que tengan coherencia entre ellas, en los diferentes momentos que se produzcan conflictos, es decir, que no sean respuestas reactivas y improvisadas sino que respondan a una cierta estrategia.

Gráficamente, la organización de las guías de referencia sería la siguiente:
En cuanto a las guías orientativas, en el primer nivel de análisis encontramos el código deontológico y las grandes declaraciones universales. Se trata de textos generalistas que marcan un horizonte de valores en la práctica profesional.

En el segundo nivel de análisis encontramos las guías de buenas prácticas, es decir, las recomendaciones sobre la mejor manera de trabajar en cada uno de los sectores o ámbitos profesionales, mediante la aplicación adecuada de los principios generales del primer nivel de análisis a las particularidades técnicas y científicas de cada uno de ellos.

En el tercer nivel de análisis encontramos el conjunto de textos y materiales que se hayan podido elaborar en cada una de las instituciones a partir de la experiencia elaborada sobre la forma cómo se han gestionado las cuestiones morales (dificultades, dilemas, etc.) de la práctica profesional.

En cuanto a las guías imperativas, en el primer nivel de análisis encontramos la constitución y los distintos marcos legales que regulan la práctica de la educación social. También podríamos incluir los códigos éticos o de conducta, en caso que se decidiera regular normativamente el comportamiento “inadecuado” de los profesionales respecto de los principios éticos traducidos a normas específicas de obligado cumplimiento.

En el segundo nivel de análisis encontramos los diferentes reglamentos, decretos y normativas propias de cada ámbito o sector profesional.

Finalmente, en el tercer nivel se incluyen todos los documentos de cumplimiento obligado de las diferentes instituciones (el reglamento de régimen interior, los protocolos de actuación, etc.).

Como se puede ver, tanto en el caso de las guías orientativas como en el de las imperativas, mientras que en el primero y segundo nivel de análisis se pueden aprovechar el potencial y las sinergias en un amplio conjunto de profesionales, en el tercer nivel la cosa se complica mucho más, porque depende exclusivamente de las posibilidades reales de las personas concretas que constituyen un servicio, es decir, de las características propias de cada equipo entendido como un sistema (Vilar 2003 y 2006). Como esta cuestión daría pie a un artículo en sí mismo, aquí tan sólo apuntamos algunos elementos que conviene tener en cuenta: el tipo de cultura profesional que se ha generalizado en la institución (profesionalidad restringida o ampliada, tecnocrática o investigadora), la calidad del sistema (equipo novel o equipo experto), el tipo de cultura organizativa (directiva-piramidal o participativa-transversal), el momento que este equipo está pasando (ilusionado y motivado o desorientado y “quemado”), la capacidad o incapacidad de anticipación y previsibilidad (lógica actuadora inmediatista o reflexiva analítica), los apoyos o distorsiones que recibe del contexto (encargo estable y reconocido o cambio frecuente y desordenado del encargo y trabajo no valorado), etc.,. La combinación de todas estas variables hace que las diferencias entre los distintos equipos pueden ser notables.

Conclusiones

Una vez presentadas las características generales del sistema para el tratamiento de los conflictos éticos en la profesión, para acabar, se sugieren algunas líneas de trabajo que concretan el desarrollo de este sistema. La premisa que no debemos perder de vista es que es necesario desarrollar todo el sistema en su conjunto sin descuidar ningún nivel de análisis, y esto es prioritario para no romper la conexión entre el sentido más amplio de la profesión y la vida cotidiana del profesional en su lugar de trabajo. Todos los elementos que se puedan ir elaborando son necesarios, pero ninguno de ellos es suficiente por sí solo porque, como ya hemos ido indicando, los elementos de los distintos niveles tienen finalidades y objetivos diferentes.

Algunas recomendaciones para el trabajo en un primer nivel de análisis serían:

  • Profundizar y mejorar el código deontológico, adecuándolo a las características cambiantes de los conflictos con los que se encuentra la profesión.
  • Difundirlo entre los profesionales y generalizar su presencia en las instituciones.
  • Potenciar la reflexión sobre la función de la profesión en relación con sus principios éticos.
  • Crear una autoimagen profesional mínimamente unificada aunque respetuosa con las diferentes tradiciones y tendencias que hoy en día coexisten en la profesión en cuanto a su función social, y consolidar un tronco profesional común.
  • Construir códigos normativos (si se considera necesario), para regular las “malas prácticas” en la profesión.

En cuanto al segundo nivel de análisis, algunas líneas de trabajo pueden ser:

  • Traducir los principios fundamentales del código deontológico a las particularidades de cada uno de los ámbitos, sectores de población o problemáticas habituales de la educación social e identificar los posibles límites y/o contradicciones en su aplicación.
  • Identificar los puntos clave o fuentes de conflicto ético en los distintos ámbitos profesionales.
  • Construir guías de buenas prácticas que sinteticen el saber técnico y el saber ético en forma de líneas de acción generalizables en cada ámbito profesional (que después se convertirían en proyectos concretos y diferenciados en cada una de las realidades específicas del tercer nivel de análisis).
  • Proporcionar un método para el análisis y la gestión de los dilemas morales en la práctica cotidiana.

Finalmente, en cuanto al tercer nivel de análisis, sería interesante:

  • Normalizar la reflexión deontológica en la cotidianidad de las instituciones y dotarse de espacios específicos para hacerlo.
  • Potenciar la gestión de equipo de los conflictos de valor para ir consolidando una cultura profesional colaborativa y de construcción conjunta.
  • Fomentar la producción escrita y el registro sistematizado de la gestión de los conflictos de valor para que el equipo (entendido como un sistema) aumente la experiencia elaborada y gane en riqueza y complejidad.
  • Construir un método práctico y sistemático para gestionar conflictos éticos.

Hay una última cuestión que hay que ir planteándose: la necesidad de reflexionar sobre cómo se articula de forma adecuada la identidad profesional con el trabajo en red y la transprofesionalidad (Vilar, 2008, 2009). Deberíamos partir de la idea de que el trabajo en red requiere un cambio sustancial en las actitudes y la autoimagen profesionales que se concretan en una nueva cultura que capacite para elaborar propuestas de intervención de carácter transprofesional que realmente responda a la complejidad de los fenómenos sociales del presente. En este caso, la investigación, la reflexión, el estudio y la cooperación serán elementos imprescindibles

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